Acudió, como de costumbre, a su cita diaría con la cafetería de Plaza Nueva. Hacía frío esa mañana y se zambulló en su mejor abrigo para evitar la sacudida al salir del portal.
“Me da pena abandonar esta ciudad” – pensó mientras abría el enorme portón que le separaba de la calle.
Aquel día olía todo diferente. El alquitrán de la carretera, el cálido aroma a pan recién hecho, la tierra mojada de las flores recién regadas… Aquel día todo estaba vivo para ella, incluso las farolas parecían darle los buenos días en un agónico intento por evitar su marcha. Le costó entrar en el autobús pues quería absorber toda la esencia de esa mañana, de su última mañana. Sin embargo la pesadez de las piernas le hizo cambiar de opinión.
Al llegar a la cafetería se sentó en el rincón, casi reservado para ella, no sin antes saludar con un leve giro de cabeza al camarero que estaba detrás de la barra. Le sonrió. No hizo falta pedir nada, al instante tenía en su mesa la infusión y la tostada de aceite. Vaciló un momento si pedir otra cosa pues apenas podía masticar bien la tostada, pero el olor le recordó a su infancia, corriendo de olivo en olivo buscando un escondite para evitar las riñas de su madre.
Sus manos temblaban, no sabía si de frío o por la enfermedad que la estaba consumiendo. Se quedó observándolas un instante, aquellas manos que años atrás habían sido partícipes de tantos nacimientos, de tantas luchas por matar el hambre de sus hijos o consolar a su marido después de una estú
pida guerra.
Aquellas manos que ahora olvidaban.
Nadando en sus pensamientos ni siquiera fue capaz de escuchar la campanita de la puerta. Una familia tomó asiento cerca de la mesa donde se encontraba ella, sin reparar en su presencia. Sólo la pequeña de la familia se quedó mirando, sonriente, esperando una respuesta que no obtuvo hasta que ella despertó de sus sueños pasados. Sus miradas eran muy distintas: una estaba llena de energía y de inquietud, la otra estaba desgastada por el tiempo y la tristeza. Ella le invitó a acercarse, pero la joven dudó si correr hacia sus padres o ir al encuentro de la “señora de la esquina”, como acostumbraba a llamarla. Finalmente se decidió y fue con paso firme hacia su mesa. Ni siquiera buscó la aprobación de sus padres puesto que estaban inmersos en sus respectivas tazas de café y en las noticias del viejo televisor del fondo.
- Buenos días – se apresuró a decir la pequeña
- Buenos días mi niña.
No pudo contener la curiosidad, aquella mañana los ojos de la señora eran diferentes, tenían un color gris apagado especialmente intrigante.
-¿Qué les pasa a sus ojos hoy?
- Que están tristes y cuando están tristes cambian de color. Como el cielo cuando está triste y llora, se pone gris.
-¿Y por qué esta triste?
- Porque ya no puedo vivir sola.
La pequeña se quedó pensativa, sin querer se estaba encontrando por primera vez con la compasión y se sentía rara, sin fuerzas. No supo articular palabras después de aquello y se limitó a sacar del bolsillo de su abrigo un caballito de plástico.
- Toma, es mi caballito de la alegría. Juego con él cuando mis papás me riñen y me siento mejor.
La señora cogió el inocente regalo con una sonrisa en sus labios y casi entre lágrimas.
Hoy era su cumpleaños.
- Gracias mi niña, espero no olvidarme de tí nunca.
- ¿Y por qué te ibas a olvidar de mí? – se interesó la joven.
- Últimamente me olvido de las personas sin querer.
Por la tarde puso rumbo a su nuevo hogar, con su caballito y los ojos grises como el cielo con la esperanza de recordar cada segundo que pasó en las calles de su barrio, cada conversación con las vecinas, cada paseo por la Cartuja… Sin embargo, todo aquello caería en el olvido.
Sola, por las noches, regresaba a sus olivos, a sus telas, a sus plantas... y hacia aquel sol de media tarde sumergiéndose en el río.